Perú: la democracia en estado de emergencia

Entre protestas, vacancias y represión, el país suma seis presidentes en apenas nueve años. Lo que antes era una excepción democrática, hoy es una rutina institucional: la inestabilidad convertida en sistema.

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Política 17/10/25

Por Prabhat Pacua

Investigador

La tarde limeña ardía otra vez bajo el humo de las protestas. Jóvenes con banderas, madres con carteles, trabajadores del transporte y músicos callejeros ocupaban las avenidas del centro histórico. En el aire flotaba una consigna amarga: “Se fue otra presidenta, pero el problema sigue”. Así, el Perú volvió a escribir un capítulo de su larga crisis política con la destitución de Dina Boluarte el pasado 10 de octubre de 2025, acusada de “incapacidad moral permanente” y reemplazada por el entonces titular del Congreso, José Jerí. En un país que ha visto desfilar presidentes como quien cambia de turno, el gesto parlamentario fue recibido con una mezcla de rabia, hastío y resignación.

Un país atrapado en su propio ciclo

La historia reciente del Perú parece girar en un bucle: cada presidente electo termina enfrentado con el Congreso, acusado de corrupción o vacado por incapacidad moral. El punto de partida puede ubicarse en 2016, cuando el presidente Pedro Pablo Kuczynski fue asfixiado por un Parlamento dominado por el fujimorismo. Desde entonces, el enfrentamiento entre poderes se volvió una constante institucional.

Tras su caída, Martín Vizcarra intentó romper el bloqueo político disolviendo el Congreso en 2019, medida que el Tribunal Constitucional avaló, pero que terminó por erosionar la confianza en la estabilidad republicana. En 2020, Vizcarra fue destituido, Manuel Merino asumió brevemente, y tras las protestas que dejaron muertos y heridos, el país pasó a manos de Francisco Sagasti, un interinato más en una democracia cansada.

Luego llegó Pedro Castillo (2021–2022), un maestro rural convertido en presidente por un voto de castigo al establishment limeño. Su mandato naufragó entre denuncias de corrupción, errores políticos y una guerra abierta con el Congreso. Cuando intentó disolver el Parlamento en diciembre de 2022, el gesto fue interpretado como un intento de autogolpe. Fue detenido en vivo, y la vicepresidenta Dina Boluarte asumió el poder con promesas de estabilidad que duraron poco.

Boluarte, represión y el colapso del consenso

El gobierno de Dina Boluarte (2022–2025) se convirtió en uno de los más impopulares de la historia republicana. Cercana al Congreso y aislada de su propia base social, su gestión estuvo marcada por una represión sangrienta.
Las protestas de diciembre de 2022 y enero de 2023 dejaron huellas imborrables: la masacre de Ayacucho, con manifestantes abatidos por las fuerzas armadas, y la masacre de Juliaca, donde al menos 18 personas murieron durante una jornada de represión en Puno.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos documentó violaciones graves de derechos humanos. Sin embargo, el gobierno respondió con toques de queda y militarización. Mientras tanto, el caso “Rolexgate” —por relojes y joyas no declaradas— minó aún más la legitimidad de Boluarte. En su peor momento, su aprobación cayó al 2 %, un récord histórico según encuestas locales.

Manifestantes chocan con antidisturbios en Lima / Sebastian Castaneda, Reuters

La votación del Congreso fue unánime: 122 votos a favor de su destitución. Nunca antes una presidenta había sido removida con semejante consenso. Su salida simbolizó el agotamiento total de una clase política que, entre corrupción y miedo, ya no encuentra suelo.

Protestas, crimen y vacío de poder

Con José Jerí en el poder, la crisis no cesó. Desde el 11 de octubre de 2025, las calles del Perú volvieron a arder. En Lima, Arequipa y Cusco, miles de manifestantes exigen la convocatoria a elecciones generales y una nueva Constitución. Entre los símbolos de la protesta emergió la figura del rapero Eduardo Mauricio Ruiz Sanz, asesinado en una manifestación frente al Congreso. Su nombre se convirtió en consigna nacional: “No más sangre por el poder”.

El 15 de octubre, apenas cinco días después de la asunción de Jerí, nuevos enfrentamientos en Lima dejaron al menos un muerto y más de 100 heridos, según reportes de medios internacionales y organizaciones de derechos humanos. Son las primeras bajas del gobierno interino, que ya enfrenta denuncias por uso excesivo de la fuerza y por mantener el despliegue militar en zonas urbanas.

Eduardo Mauricio Ruiz Sanz asesinado en las protestas del pasado 15 de octubre

El contexto es más explosivo que nunca. A la inestabilidad política se suma una ola de inseguridad y crimen organizado: bandas como el Tren de Aragua operan en el territorio, mientras las fuerzas del orden denuncian estar desbordadas. La crisis ya no es solo política, sino estructural, y abarca la seguridad, la justicia y la economía informal.

En los últimos meses, informes de organismos internacionales alertan sobre el riesgo de colapso institucional: ministerios acéfalos, renuncias en cadena y una ciudadanía que ya no confía en las urnas. El Perú vive en una especie de interinidad permanente.

El último mandatario en terminar su periodo fue Ollanta Humala (2011–2016). Desde entonces, el Perú vive en un estado de excepción constitucional permanente: el Congreso vaca, la calle responde, y la Presidencia se disuelve.

Lo inusual de esta secuencia no es solo la frecuencia de las destituciones, sino su normalización. La herramienta de vacancia por “incapacidad moral permanente”, pensada como un mecanismo excepcional, se transformó en un arma política cotidiana. Ningún otro país en América Latina ha experimentado un patrón tan persistente de inestabilidad presidencial en democracia.

La crisis que define una era

El Perú se ha convertido en el espejo más descarnado de una región donde las democracias parecen erosionarse desde dentro. En su superficie, el conflicto se explica por pugnas de poder, pero en el fondo revela la fractura social entre Lima y las regiones, entre el Estado y los ciudadanos.

José Jerí presidente interino

La llamada “Generación Z”, nacida entre la violencia y el desencanto, hoy ocupa las calles con un mensaje que ya no pide reformas sino refundación. Reclaman una política sin privilegios, sin fueros, sin reelecciones camufladas. Un país que pueda volver a creer en la idea de futuro.

Lo que ocurre en Perú es, al mismo tiempo, una advertencia y un laboratorio. Una advertencia porque muestra cómo la corrupción y el oportunismo institucional pueden devorar la democracia desde adentro. Y un laboratorio porque, en medio del caos, nace una nueva generación política dispuesta a no repetir la historia.